Formación de galaxias tempranas
A medida que la luz del Big Bang se fue desvaneciendo, el Universo temprano se fue oscureciendo y enfriando. No había estrellas, sólo gases -en mayor parte hidrógeno, un poco de helio, trazas de litio y berilio- de los cuales finalmente se formarían las primeras estrellas. Nadie sabe con exactitud cuánto tiempo duró esta “edad oscura”, pero en algún momento durante los primeros cientos de millones de años, algunas estrellas se condensaron a partir de ese gas y comenzaron a brillar.
De acuerdo a la teoría, estas primeras estrellas tenían una masa mucho mayor y eran más luminosas que las actuales. Vivían sólo un millón de años antes de explotar espectacularmente, disparando al espacio los elementos químicos acumulados profundamente en sus centros.
Incluso los telescopios más poderosos con que contamos hoy no pueden detectar la luz proveniente de estrellas individuales de esa primera generación. Los observatorios espaciales que vendrán serán técnicamente capaces de registrar la mayor cantidad de luz emitida por ese tipo de estrellas cuando explotan, pero las oportunidades de hacer algo así -incluso una vez- en el tiempo de vida de un observatorio, son escasas.
Paradójicamente, nuestra mayor esperanza de detectar la era de las primeras estrellas radica en uno de los elementos más débiles del Universo. Entre el material expelido hacia el espacio por esas estrellas estaba el polvo formado de la fusión termonuclear de elementos más livianos contenidos en éstas. Así, las primeras apariciones de polvo se convierten en nuestra mejor evidencia sobre la vida y muerte de las primeras estrellas.
ALMA está diseñado para detectar polvo en el universo temprano. Al escudriñar el espacio en profundidad -recordemos que cuanto más lejos vemos, más retrocedemos en el tiempo-, ALMA detecta el brillo del polvo tibio presente en las galaxias más lejanas y por lo tanto más antiguas, mucho más de lo que podríamos detectar en las más profundas observaciones en luz visible o infrarroja.